La viejita del kiosko
le había regalado treinta cabezas de pescado. Al salir de su trabajo
acostumbraba pasar por allí. En el kiosko vende frutas y verduras, entre otras
menudencias. Entre pobres nos entendemos –había dicho Enriqueta. Días atrás,
llegó a su casa con una buena lechoza del kiosko. Con su sueldo escaso de andar
por la vida, alguna cosa le lleva al recibir la quincena y así han crecido los
lazos solidarios entre ellas.
Sabe de estar por la calle
desde niña, cuando huyó de su padrastro. Sabe de generosidades altruistas,
alternadas con violencias y afanes de sometimiento. Sabe de los rezos de los
pobres. Guarda herencias de santidades en la cartera. Estampitas y oraciones a
cual más poderosas.
Ha visto en el
presidente alguna señal de verdadero hermanamiento. Lo tiene en una foto junto
a su cama y, en otra imagen, en forma de corazón, al lado del espejo.
Treinta cabezas son
muchas –pensó- y ha preparado una bolsita para mí; como me conocen por mi buen
comer, el hijo adolescente le ha dicho: “Mándale más, mamá, que al maestro no
se le van a echar a perder”.
Las solidaridades de
los pobres estiran la vida en la delgada liana que cruza sobre el abismo. El
poder al uso se asoma, se espanta y se aleja despavorido, para enviar desde
lejos algunas cargas adicionales con pretensión de dádiva.
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