viernes, 19 de febrero de 2016

Unas cabezas de pescado



La viejita del kiosko le había regalado treinta cabezas de pescado. Al salir de su trabajo acostumbraba pasar por allí. En el kiosko vende frutas y verduras, entre otras menudencias. Entre pobres nos entendemos –había dicho Enriqueta. Días atrás, llegó a su casa con una buena lechoza del kiosko. Con su sueldo escaso de andar por la vida, alguna cosa le lleva al recibir la quincena y así han crecido los lazos solidarios entre ellas.
Sabe de estar por la calle desde niña, cuando huyó de su padrastro. Sabe de generosidades altruistas, alternadas con violencias y afanes de sometimiento. Sabe de los rezos de los pobres. Guarda herencias de santidades en la cartera. Estampitas y oraciones a cual más poderosas.
Ha visto en el presidente alguna señal de verdadero hermanamiento. Lo tiene en una foto junto a su cama y, en otra imagen, en forma de corazón, al lado del espejo.
Treinta cabezas son muchas –pensó- y ha preparado una bolsita para mí; como me conocen por mi buen comer, el hijo adolescente le ha dicho: “Mándale más, mamá, que al maestro no se le van a echar a perder”.

Las solidaridades de los pobres estiran la vida en la delgada liana que cruza sobre el abismo. El poder al uso se asoma, se espanta y se aleja despavorido, para enviar desde lejos algunas cargas adicionales con pretensión de dádiva.

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