Al fondo de la
quebrada lo encontramos el 12 de octubre de 1998. Estaba incrustado en el
lecho. Imposible movilizarlo a fuerza bruta. El mecánico pronto pensó en una “señorita”
para sacarlo. Tenía una larga historia, desde la guerra federal, cuando las
tropas del general Eleazar se vieron rodeadas por los centralistas y hubieron
de emprender la retirada abandonando todos sus pertrechos.
Años después, cuando
Ramiro Baptista, bisnieto del general
Eleazar, emprendió la aventura empresarial fundando la Ferrominera del
Centro, y se internó por estos valles a la conquista del metal, se descubrieron
restos de las trincheras junto a las ruinas de una pequeña fortaleza y, un poco
más abajo, el cañón herrumbroso e inservible. Ningún organismo del Estado se
mostró interesado en invertir recursos para rescatarlo.
En el filo sutil que
separa la historia campesina de la leyenda, el relato del cañón se transmite de
boca en boca.
Ya se lo llevaron. La
quebrada se lo comió. Ya no servía ni para el turismo. Quién iba a invertir en
una cosa como esa. Lo cierto es que desde aquél 12 de octubre de 1998 el eco de
sus cañonazos no ha dejado de escucharse. En los atardeceres ventosos retumba
su trueno, cuando no es la garúa tenue la que lo hace acercarse como una ráfaga
de metralla.
Nota:
A partir de aquí, me he propuesto incorporar algunos relatos breves, de géneros diversos; éste es el primero.
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