El sol comienza a
recostarse sobre el horizonte. Los pescadores y sus atarrayas ocupan los
márgenes indiferenciables del canal donde vierte sus aguas la laguna: Las
sombras largas de los hombres enhiestos y sus redes a punto, a la espera de expandirse
sobre la redondez superficial de un mar acorralado. El peso de los plomos
soportado por unos brazos izquierdos tensos, enérgicos, sin ningún temblor que
los contraríe. La red recogida en un orden perfecto. La mano derecha
bamboleando suavemente el otro extremo de la red. Los ojos atentos a los
movimientos sutiles de los peces entre las aguas; avizorando a intervalos el
horizonte, evitando la posible hipnosis o el atolondramiento resultante del
movimiento recurrente de las olas; escrutando el paso de gaviotas y pelícanos, el
paso y su refrenado vuelo, y su caída vertiginosa sobre la presa, indicios
claros de la presencia del cardumen.
Andrés escruta desasosegado
otras aguas y otros horizontes. Sus memorias de ancestros lo llevan al enorme
pescador aventajado con el esparbel,
que con su altura de gigante sacaba de las aguas del río las mejores presas; al
jovenzuelo que, al paso del vado sobre la bestia de carga, apuntaba como causa
de su desequilibrio y caída de la cabalgadura, al mareo del animal; a los otros
pescadores sostenidos en atenta vigilia para no perecer arrastrados por
corrientes y remolinos sorpresivos hasta el vientre profundo del líquido
misterio.
Un ágil golpe de
atarraya lo saca de su viaje y una sandalia atrapada despeja el enigma que el
mar se tragó.
Tomás convierte el instante de lo cotidiano en un viaje de ida y vuelta.
ResponderEliminarLa memoria no sólo va al pasado; se mete también en lo hondo.