La cajera
"Primero me
avasallasteis, luego me aplaudisteis y ahora os vuelvo a dar igual":
el testimonio de
una cajera. ALEJANDRA DE LA FUENTE (publico.es)
Natalia
no daba más de sí. Se sentía desbordada.
Era
el 14 de marzo. Y el cielo había amanecido limpio. Salió temprano con su
uniforme azul y el logo identificador de la empresa. Era cajera en una famosa
cadena distribuidora de alimentos. El reporte del gobierno de la nueva
situación pandémica elevó la afluencia de consumidores como nunca antes.
¿Es
ésta la gente más vulnerable, o la más previsora, o tal vez la más
influenciable psicológicamente? –se pregunta Natalia mientras las mira pasar.
¿Qué pasa por sus mentes mientras esperan su turno de pago? ¿Organizan su vida
metódicamente? ¿Lo hacen en paz consigo, o se llenan de angustia?
El
caso es que Natalia está en la caja. No la dejan respirar. Casi ni tiempo queda
para distraerse en esas apreciaciones. Otra persona más desfilando.
Transmitiendo sensaciones nada pacíficas, nada apaciguadas. ¿O es tal vez
Natalia, la que lo siente así? Al cansancio de todos los días, a las várices
tan solidarias con su cuerpo, a ese tiempo eterno de pie, “la eternidad y un
día”, a ese tiempo se le suma la sensación de angustia.
Y
el anonimato de siempre. Lo común en las cajeras, lo de todos los días. Sólo
cuentan las manos: recibir productos, tarjetas, billetes, monedas; entregar
mercancías facturadas, devolver sobrantes del trámite…. Sin rostro, así somos.
Manos y uniforme. Uniforme que nos hace anónimas, unas más a cuenta de la
empresa. Alien-adas. Sí, como lo lees: alien = otro, otra. La empresa nos
succiona y ya. Dejamos de ser. Cuenta la empresa con su marca conocida. Nuestro
rostro ha quedado difuminado.
Ahora,
algo había cambiado. ¿Qué intereses nos daban visibilidad? –se preguntaba
Natalia. ¿No sería este un juego del mercado para convencernos pacíficamente
del bien que hacemos a la Humanidad? Resistir en medio del riesgo. ¿No era el
asunto la salvaguarda de los intereses de los poderosos? Y todo ello
convenciéndonos de la necesaria filantropía, del amor a los HERMANOS Y
HERMANAS. Ahora sí: los consumidores, tan anónimos como las cajeras, vueltos
familia.
Objetivo
cumplido –dirían ellos. Mantenernos en nuestros puestos sin mayor resistencia.
Sin exigir nada a cambio, que la Humanidad bien merece héroes y heroínas,
llegado el caso, cristos y cristas que se inmolen. Un poco de visibilidad sería
pago suficiente. Unos aplausos diarios, un sentido fervor de masas, levanta el
ánimo. Es un buen chute, para seguir en lo nuestro, que es lo de todas y todos.
El convencimiento sutil, tenue, diluíble borrable con el tiempo. Pero ahora, en
el instante, sí, afirmado sin dudas, proclamado a los vientos. Nuestro
importante hacer.
Otro
ahora, y nuevo cambio. Me ves y no me ves –como las flores, las palomas y
conejos, o las monedas de los magos. O como aquello sobre el Maestro galileo
que algunos discípulos transmitieron: dentro de poco no me verán, y dentro de
otro poco me volverán a ver.
Sólo
que aquí, es al revés. Dentro de poco me ves, y dentro de otro poco ya no me
verás. Vuelta a la normalidad. De nuevo olvidada. Soy Natalia, sin rostro.
Regreso a casa con el uniforme azul. Estoy cansada. Nadie sigue mis pasos.
Anónima. Atrapada en el juego subliminal de la empresa que dirige un mensaje a
las neuronas de quienes se cruzan en mi senda.
Habituada
dejar los zapatos en la puerta. Habituada a lavarme las manos. Habituada a
quitarme la ropa. Y quedar así: desnuda. Natalia.
Xiao
Los
sauces verdes señalaban el tiempo del vuelo. Xiao jugaba con su cometa. La
había ido fabricado hora tras hora, a ratos perdidos, durante los meses de
confinamiento. La estructura de bambú, el fino papel pegado, su forma de
chicharra, sus dibujos repetidos de pequeños pinos, el predominio de los tonos
verdes y amarillos ajustados a sus deseos.
Con
la pandemia a punto de remitir la aldea entró en la fase de desescalada. Los
controles sociales fueron reduciéndose. Las situaciones de encerramiento progresivamente
se suavizaron. Los pobladores retornaron a sus trabajos cotidianos, los
estudiantes a sus clases.
Xiao volaba en su ensoñación, junto a su
cometa embellecida días antes. Su larga y hermosa cola verde anclaba un ligero pie
a su vuelo.
Poco antes, mientras corría agarrada al
hilo de fibra de cáñamo, atrapando el aire necesario para el ascenso de la
cometa, sentía su mascarilla molesta.
-Aún recomiendan usarla –pensaba. Aquí, sobre
la barbilla, al menos me deja respirar.
Corría con el rostro al viento, tomando el
aire con aspiraciones profundas, beneficio que el cuerpo extrañaba tanto como
agradecía, en la memoria de encierros y tapabocas, entre límites de paredes y
telas….
Vuela ya la cometa. Xiao la contempla. Sin
contornos que la atrapen, zarandeada por el viento, en la libertad ansiada.
Xiao suelta hilo y asciende más alto el juguete. Xiao proyecta su deseo. Finalmente, corta el
hilo.
El
Coronavirus y el Torturador
Todavía
tengo las señales. Aún me falta aire. Se sentía con permiso para matar. No creía
que fuese tan letal. Sentí mucho miedo, y un dolor intenso. Una sensación de aplastamiento,
como un gran peso encima. El fin de la normalidad. Ya nada volvería a ser
igual. Los días se me hacían
interminables. Pensaba que no saldría de allí. La conciencia del aire escaso me
doblegaba. El calor sofocante. No me restaban fuerzas para ponerme en pie.
Hacerlo era un desafío. Somos testigos, lo sufrimos en nuestra carne.
Firman:
los acusadores del torturador. Firman: los recuperados del coronavirus.
Presencié
el diálogo agónico.
-Ven
aquí -le dijo el corona,
donde
las dan las toman.
Me
aferro a la garganta de mis víctimas, por ahí golpeo, penetro, hasta el fondo….
El balance no era cero, ciertamente. Para
quien se había burlado, con su pandilla de cómplices y jefes, de la verdad y la
justicia, de la historia y su memoria, de los sojuzgados y sufrientes, aquello,
que lo emparejaba a tantos otros, muchos de ellos ancianos y desvalidos, no
podía ser considerado como pago de su culpa, ni aún siquiera como condena.
En las víctimas no causaba la menor
alegría. Ya no podría ser condenado en tribunales. Pero algo era algo. Al menos
tuvo tiempo para que esas frases y sentires resonaran en su conciencia. El
terriblemente famoso torturador era llama de su propio incendio.
Guantes
de látex
Indira llevaba sus productos al mercado
local. Ajíes, cebollines, zanahorias, cilantro… Se había determinado la obligatoriedad
del uso de guantes para la venta de las verduras.
La Alcaldía había suministrado varios
paquetes de guantes de látex. Guantes naturales. De árbol de caucho.
-Trata de usarlos en esta
contingencia. Pero úsalos bien. Son flexibles,
proporcionan sensibilidad y adaptabilidad en las manos. Te permitirán
desenvolverte bien con tus clientes en el intercambio comercial –le habían
dicho. Y, ante todo, no los botes en cualquier lugar. Que pueden llevar en sí,
aferrado a sus partículas, el virus maldito.
Respira con dificultad. Había tomado
malojillo y toronjil, pero no se había mejorado. Tres días lleva con ese
malestar. La tos insidiosa y esa compresión pulmonar. Por más que ese
esforzaba, no se abría su pecho.
Retiene la imagen de sus guantes,
adheridos a su cuerpo. Intenta quitárselos. Se niegan a salir. En cada dedo se
resisten. Cuando logra despojarse del caucho natural: tan natural como el
látex, pegado a la piel, aparece inesperado: EL MIEDO. Un miedo único, con
varios nombres: a la soledad, ¿o tal vez al amor?, a la esclavitud, ¿o tal vez a
la libertad –dijo Fromm?, al dolor, a la muerte...
Se ha dicho que el amor es la ausencia de
miedo. No lo creo. No hay tal. Los humanos llevamos el miedo a cuestas. Tan
pegado como guantes de látex. Lo que hay es cobardía para dejarse dominar; amor,
para sobreponerse a él; y libertad, para enfrentarlo.
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