Un grupo de niños, de entre 9 y 13 años, en el ejercicio diario de pelar papas para el autosustento, es cosa de historia pasada. Se me ha impuesto la imagen, sin embargo, en este accionar ritual, limitado casi a la sobrevivencia, al que nos ha llevado el imperio del Covid-19 en estos meses de sometimiento. No me parecen tan remotos aquellos años de mi propia historia, similar a la de tantos, en que en poco más de media hora llenábamos las ollas de papas, peladas y picadas, para 120 compañeros. Tal era el “empleo” asignado a un grupo de entre 15 y 20 individuos: pelapapas ellos –nosotros-, pelapapas los instrumentos –peladores les decíamos, en realidad. Eran la asistencia para la comida básica que no podía faltar: la salvación del hambre.
Dicen que el pelapapas fue creado, más precisamente “patentado”, por el suizo Alfred Neweczeral en 1947. Es útil para sacar la piel de la papa, u otras frutas y verduras. Quince años después, había llegado hasta mi internado. Estaba comprobado que agilizaba el tiempo asignado a la tarea y minimizaba el desperdicio de modo relevante, sobretodo tratándose de algunas decenas diarias de kilos de papas a procesar, infaltables y suficientes en la mesa. El modelo de pelapapas que usábamos, terminado en punta, permitía sacar los ojuelos, superficies irregulares y puntos dañados. Bastaba con clavar, girar y apalancar.
Soldados, seminaristas y otros diversos colectivos vivimos, con naturalidad incorporada a nuestras prácticas, aquella experiencia. Los recuerdos de guerra, con navaja en ristre, o de caldero campestre –rancho, dicen en mi tierra ancestral- después de la jornada de trabajo, dan contexto próximo a la liviana evolución técnica. Aún andábamos lejos de la alta cocina, que enarbola peladores de variados diseños, o del mercado mediático que los anuncia en promociones de tres por el precio de uno, ¡y con una papa incorporada de regalo!
No podía faltar el delantal protector. Situados de pie, frente al mesón, escoltados a derecha e izquierda por otros operarios, la lluvia pertinaz que provoca el ejercicio ágil de pelado amenazaba con dejarnos calados. La muy fina y pulcra imagen que obtuve en la red, es lo más alejado que uno pueda imaginar de un verdadero pelapapas. La tarea de pelar papas se adjudicaba principalmente a los del primer año. Luego estaban unos pocos, con mayor experiencia, que ejercían de maestros. De entre ellos, se nombraba un jefe y un sub-jefe, que mantenían el orden del oficio y hacían medir las palabras. Un chef actual habría sacado de este silencio impuesto alguna nota para su blog. El jefe y el sub-jefe tenían otras preocupaciones: se encargaban de picar las papas, del tamaño preciso y haciéndolas crujir mediante la técnica tradicional, para una mejor cocción; y, además, debían motivar a sostener el ritmo productor de los pelapapas.
Pocos escribientes hacen memoria del pelapapas. No obstante, de la alegría que proporciona el pelapapas parece saber Reinaldo Spitaletta, que incorpora en un relato breve al vendedor de papas fritas:
Nunca había probado papas callejeras ni se había detenido a observar el carrito, el aceite hirviente, las rebanadas móviles en la caldera. Le pareció que las tajadas cantaban. El vendedor, de delantal azul, gozaba con el pelapapas, con el sonido que emitían al contacto con la freidora. Compró una bolsita y siguió caminando.
Los goces de los pelapapas de mi niñez, sin tajadas ni freidora, quedaban postergados hasta ver servida la mesa al atardecer.
Antes del relato del argentino, fue el cuento del cubano Lino Novás Calvo, Nosotros y el “Pelapapas”, con el personaje Pelapapas muerto-en-vida. Pero ese texto son ya palabras mayores. Me quedo con el personaje. Instrumento y personaje cruzan la polisemia del término pelapapas.
¿A qué se refiere la palabra pelapapas en Venezuela?, pregunto. Me responde mi vecino: es un pobre hombre, alguien que no ha tenido éxito en la vida. Privilegiamos aquí el sentido más cercano al del cubano Lino. Cuenta más, en nuestro uso idiomático, el personaje que el instrumento. Por azar, y mientras esto escribía, en un video ilustrativo del influjo del idioma árabe en Andalucía me informo de que el término “flamenco” proviene de felah-menkub, de felah (campesino), y menkub (excluido, marginado). Un pelapapas en un menkub. Excluidos de las decisiones, excluidos de actividades creativas nuevas, excluidos de la fiesta, limitados en movilidad y contactos personales, nos vamos convirtiendo un poco más en pelapapas….
Roa Bastos acude en mi auxilio para poner título a este relato. Aquí estamos, cada uno con su pelapapas en la mano, pelapapas él mismo. Mientras el virus se ríe de nuestras grandes pretensiones de libertad y señorío. Y, sin embargo, somos pelapapas que nos reímos también del virus y sus aprovechadores. Nuestra retórica no tiene límites. ¡Qué flamenco!, o ¡qué flamenca es tal!, se decía en mi tierra de infancia para referirse a alguien apuesto y buen mozo o moza. Es posible intuir un tono irónico, a juzgar por la etimología, en el origen de tales expresiones. Y es que: a los pelapapas no nos falta el humor. Que también tenemos derecho de burlamos de los burladores.
Para las referencias:
http://nachef.blogspot.com/2010/08/mi-amigo-el-pelapapas.html
https://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/gastronomia/el-pelapapas-1584101.html
http://www.habanaelegante.com/Fall_Winter_2013/Scherezada_NovasCalvo.html
https://www.librosyletras.com/2015/01/alegria-del-descubrimiento.html
https://www.youtube.com/watch?v=DNW8m5pw0vw&feature=youtu.be