Estoy aquí.
Junto a Alicia. Con una sonrisa leve. Mientras Pedro conversa con ese buen
vecino y le saca a cuento su matrimonio, sus niñas, su felicidad, no puedo menos
que leer mi propia historia. Estoy cansado. Mi panza me delata. Son los años,
acumulando relatos, haciendo acopio de rupturas, amando a destiempo, sufriendo
de ausencia. Dos hijos varones con Elena. Siempre tragedias. Huidas de mí, de
todos. Soledades.
A Yolvis, el
mayor, se lo traga la vida. Una deuda de varios miles de dólares lo tiene al
límite del miedo. Su arma silbante en la noche no lo libra de la frontera. Se
hace el fuerte. Junto con Albert y Boris, enconchados en la garita derruida,
bajo el mamón, soplan el cañón del arma al modo como se toca una quena andina.
Es un reclamo al enemigo. No sabe que el futuro es corto. Ignora la medida de
las horas. Recuerdo ahora que no carga relojes. Cree que el tiempo es suyo.
Cree que el tiempo no lo amarra, como a todos, por la muñeca. Ignora que el
tiempo es un invento pobre y que sin reloj o con él el plomo penetra los
cuerpos, los hiere, los desangra y los toma para sí.
Elena no sabe de
mí, ya me olvidó por completo. Anda con un viejo desabrido que la lleva y la
trae. Que esconde su amor en moto.
Aquí está Sara
–la segunda opción. “Te vas a arrepentir la vida entera... Te va a doler... “
-suena la salsa. Ella baila con ese muchacho con total desenfado. Ni se digna
mirarme. Edgar me hace bromas sugiriendo un amor ya perdido. No me duele tanto.
Me acucia más la soledad. Me mortifica el silencio. Junto a Alicia, ninguna
palabra puedo pronunciar.
Ellos conocen mi
historia. Sus ironías sólo acrecientan mi ensimismamiento. La presencia de Sara
tiene algo de azar. A decir verdad me ha perturbado. Yolvis y Sara me rondan
una y otra vez. La impotencia me puede. Yolvis se me fue. También Sara. Ahora
baila con mi hermano Adelfo que se desgarba y me mira sugerente. Tomo a Alicia
de la mano como un resquicio salvador, como un espejismo invertido, como un
anti-espejismo que pueda devolverme a la realidad en la que todo lo otro sea
ficción. Pero no sucede. Pero no sucede.
Sigo la fiesta.
La familia celebra la graduación de Nancy. Ya es abogada y la cerveza corre, y
ahora son las palmas. Sigo sentado al borde. En la esquina del cuadrilátero. Se
escucha el tambor. Han hecho el círculo habitual y pasan al centro
sucesivamente. De pronto un kasachó que los presentes acompañan con silbidos
y gritos de uh, uh, uh. El disjoki se descoyunta y decido no hacerle
caso en su pretensión de envolvernos.
Sigue la noche. La neblina
se echó sobre el barrio. La quebrada profunda evapora sus aguas. Apenas unas
luces difuminadas se distinguen a lomos de la montaña. El vecino se va con un
“Hace tiempo que no te veía, ojalá te veamos pronto de nuevo por aquí”. Pero ya
lo sé. Yo también estoy de despedida.